Ayer acabó el período
transitorio de dos meses concedido por el Real Decreto-ley 8/2019, de 8 de
marzo, de medidas urgentes de protección social y de lucha contra la
precariedad laboral en la jornada de trabajo, para que todas las empresas se
adapten a la nueva normativa laboral en relación con el registro de jornada de
sus trabajadores.
Por tanto, a partir de hoy, todas las empresas, grandes, medianas o pequeñas, incluso los empleadores
individuales, deben contar con un sistema de registro diario de la jornada
laboral de todos sus empleados, tanto contratados a tiempo completo como a
tiempo parcial.
El objetivo de esta disposición es luchar contra la
precariedad laboral, garantizar el cumplimiento de los límites en materia de
jornada, crear un marco de seguridad jurídica tanto para las empresas como para
sus trabajadores y facilitar el control
por parte de los inspectores de trabajo y Seguridad Social. Tal y como
indica el propio preámbulo del Real Decreto-ley, pese a que nuestro
ordenamiento laboral está regulando medidas que permitan cierta flexibilidad horaria
para adaptar las necesidades de la empresa a las de la producción y el mercado,
tales como la distribución irregular de la jornada, la jornada a turnos y las
horas extraordinarias, esta flexibilidad no se puede confundir con el incumplimiento
de las normas sobre jornada máxima y horas extraordinarias. Es más,
precisamente esa flexibilidad horaria
justifica el esfuerzo en el cumplimiento de estas normas y muy
especialmente las relativas al cumplimiento de límites de jornada y de registro
de jornada diaria. Con el registro diario de jornada se facilitará el control de las horas realizadas fuera de la jornada
laboral, de las horas extraordinarias y de las horas complementarias,
dotando al trabajador de un justificante para su reclamación.
El citado Real Decreto-ley 8/2019, modifica el artículo 34
del Estatuto de los Trabajadores en el sentido de obligar a la empresa a garantizar el registro diario de jornada,
que deberá incluir el horario concreto
de inicio y finalización de la jornada de trabajo de cada persona trabajadora,
sin perjuicio de la flexibilidad horaria. Mediante negociación colectiva o
acuerdo de empresa o, en su defecto, decisión del empresario previa consulta
con los representantes legales de los trabajadores en la empresa, se organizará
y documentará este registro de jornada. La
empresa está obligada a conservar estos registros durante cuatro años que permanecerán
a disposición de las personas trabajadoras, de sus representantes legales y de
la Inspección de Trabajo y Seguridad Social.
La norma no entra a regular qué sistema debe utilizarse.
Lógicamente no es lo mismo controlar el horario de entrada y salida de una gran
empresa que de un pequeño comercio, por lo que todo debe interpretarse con un
poco de sentido común. Es cierto que muchas empresas ya cuentan con sistemas
informáticos o biométricos para registrar su entrada y salida, muchos de ellos
permiten almacenar sus datos en la nube y facilitan al trabajador “fichar” aun
cuando no esté presente en el centro de trabajo (p. ej. conductor que inicia su
actividad laboral desde su casa, teletrabajadores, etc.). Sin embargo, no
podemos olvidar que el coste de adaptación puede ser importante para empresas
pequeñas que, al menos por ahora, podrán seguir haciendo uso de sistemas
manuales (p. ej. firmar hoja donde se registren horas de entrada y salida).
Reconozco que ya no escribo en el blog tanto como antes,
pues mis circunstancias han cambiado y o bien no encuentro la temática, o no
encuentro el momento, o ninguna de las dos cosas, pero hoy no puedo resistirme
a comentar una noticia que ha salido a la luz estos días. Estamos leyendo en
prensa que una madre ha sido condenada a
dos meses de prisión por abofetear a su hijo de diez años porque no quería
ducharse. Ahí queda eso.
Los hechos traen causa de un fatídico día de primavera de
2008 en que una madre, como tantas otras, discutía con su retoño que se hacía
el remolón para ducharse. El debate ducha sí o ducha no, debió demorarse un
rato largo, y la madre, exasperada, puso punto y final a la discusión
propinando a su vástago con un par de bofetadas. La cosa que podía haberse
quedado ahí, llegó a los tribunales porque se
denunció a la madre por violencia doméstica y lo más grande es que el
Juzgado de lo Penal número 4 de Pontevedra dictó sentencia condenando a dos
meses de cárcel a la progenitora por un delito de maltrato en el ámbito de la
violencia doméstica. La madre recurrió la sentencia, pero la Audiencia
Provincial ha ratificado el fallo inicial y la madre continúa con una sentencia
privativa de libertad de dos meses que puede suplir, al carecer de antecedentes
penales, por dos meses de trabajos en beneficio de la comunidad. Además, la
sentencia también incluye una orden de alejamiento que impide a la madre
acercarse a menos de doscientos metros de su hijo durante seis meses. Veremos
si se cumple o no y si se recurre la sentencia al Tribunal Supremo.
Podemos estar todos de acuerdo en que la violencia sólo
genera violencia y que los castigos
físicos deben ser desterrados del sistema educativo, tanto escolar como familiar.
Desde luego mucho hemos avanzado desde los años cuarenta y cincuenta donde era
normal que los padres pegasen a sus hijos, ya fuese con cinturón paterno o
zapatilla materna y los maestros corrigiesen a los alumnos despistados con
reglazo en los nudillos o con capones y collejas a discreción. Y está bien que
así sea y todos nos felicitamos de haber superado estos castigos corporales a
menores. Pero una cosa es una cosa y otra es otra. En esto, como en otras
muchas cuestiones, en nuestro país
oscilamos como un péndulo, y hemos pasado de infligir castigos corporales sin
medida y hasta sin motivo a no castigar ni corregir a los menores bajo ningún
concepto.
Compadezco a los padres actuales a los que el ambiente, el
entorno, la sociedad, el ordenamiento jurídico y ahora también los tribunales
privan de sus armas educativas. Desde luego no estoy haciendo apología de la
violencia como medida educativa, pero no condeno un cachete a tiempo o un azote
que puede resultar mucho más aleccionador que muchos diálogos padre-hijo.
No debemos olvidar que el
Código Civil contemplaba hasta 2007 el derecho de los padres a corregir a sus hijos,
pero ese derecho ha quedado difuminado y hoy por hoy, con la ley en la mano,
los progenitores que deben ejercer la patria potestad en interés de sus hijos,
de acuerdo con su personalidad y con respeto a sus derechos y su integridad
física y mental, velando por ellos, acompañándolos, alimentándolos,
educándolos, procurándoles una educación integral, representándolos y
administrando sus bienes, sólo se ven amparados legalmente en esta labor con
esa sencilla frase: “los progenitores
podrán, en el ejercicio de su función, recabar el auxilio de la autoridad”.
Y ya está. Es decir, que tú como padre o madre tendrás que educar a tu hijo,
enseñarle a comer con cubiertos, enseñarle a utilizar un baño público,
enseñarle a comportarse en un cine, enseñarle a recelar de obsequios de
desconocidos, enseñarle a compartir sus juguetes, enseñarle a practicar
deporte, enseñarle a estudiar, enseñarle a manejar las nuevas tecnologías, etc.
y todo ello sin menoscabar su integridad física y mental y en caso de resultar
imposible… recabando auxilio de la autoridad. Así pues, cuando el niño sólo
quiera comer macarrones y no quiera ni probar las verduras, cuando la niña vaya
directa a meter los dedos en un enchufe, cuando dos hermanos se peleen entre
ellos como si no hubiera un mañana, cuando el niño se niegue a ducharse, cuando
la niña no quiera bajar la música que atrona a todo el vecindario, cuando el
niño no suelte el teléfono móvil ni para comer y los sufridos padres no puedan
hacerse con la situación… ya saben, recurran al auxilio de la autoridad pero no
osen aplicar ustedes mismos la autoridad que hasta hace bien poco como padres
ustedes podían y debían ejercer.
De verdad, en este universo en el que hemos hecho a los niños los reyes con todo tipo de derechos y ninguna
obligación y hemos menoscabado el principio de autoridad de padres y maestros,
reconforta escuchar a veces las verdades como puños que expone en sus charlas
el Juez de Menores de Granada, Emilio Calatayud, cuyas intervenciones no tienen
desperdicio. Recomiendo encarecidamente a los lectores que busquen algunas de
ellas en YouTube y como aperitivo incluyo una de ellas en esta entrada.
El Consejo de Ministros del pasado viernes, 18 de enero, ha
dado luz verde a la tramitación de los proyectos de ley que contemplan la
creación del Impuesto sobre Transacciones Financieras y el Impuesto sobre
Determinados Servicios Digitales, que tras haber superado el trámite de
audiencia pública se remiten al Congreso de los Diputados.
El Impuesto sobre
Determinados Servicios Digitales se enmarca en la reforma fiscal emprendida
para adaptar la tributación a los nuevos modelos de negocio digital. Cada vez
más, la economía mundial tiene un carácter más tecnológico y se han implantado nuevas formas de hacer negocio sin
necesidad de presencia física. Lo que este nuevo Impuesto pretende es que
las empresas tributen en el lugar en el que se genera el valor. Se trataría de
aprobar un impuesto de carácter
indirecto que gravaría determinados servicios digitales en los que hay una
intervención de usuarios situados en el territorio español. El tipo impositivo que se aplicará será
del 3%. El proyecto de ley establece
tres supuesto de gravamen: la prestación de servicios de publicidad en línea;
servicios de intermediación en línea; y la venta de datos generados a partir de
información proporcionada por el usuario en interfaces digitales. Las empresas
objeto de este impuesto serán aquellas con un importe neto de su cifra de negocios superior a los 750
millones de euros a nivel mundial y cuyos ingresos derivados de los
servicios digitales afectados por el impuesto superen los tres millones de euros en España. Con estos umbrales se pretende
gravar sólo a las grandes empresas (léase Google) y dejar fuera a las pymes y “startups”.
El otro tributo que se pretende implantar en España es el Impuesto sobre Transacciones Financieras,
que gravaría con un 0,2% las operaciones
de adquisición de acciones de sociedades españolas, con independencia de la
residencia de los agentes que intervengan en las operaciones, siempre que sean
empresas cotizadas y que el valor de capitalización bursátil de la sociedad sea
superior a los 1.000 millones de euros. El
sujeto pasivo sería el intermediario financiero que transmita o ejecute la
orden de adquisición, aunque a nadie se le escapa que es fácil que las
entidades repercutan su importe sobre el cliente final. Entre las
adquisiciones que estarán exentas de dicho gravamen destacan operaciones del
mercado primario (salida a Bolsa de una compañía), las necesarias para el
funcionamiento de infraestructuras del mercado, las de reestructuración
empresarial, las que se realicen entre sociedades del mismo grupo y las
cesiones de carácter temporal.
El capital social es un concepto jurídico, no económico,
pues supone una cifra permanente
de auditoría y contabilidad, que no responde fielmente al patrimonio social.
Está integrada por los recursos
aportados, inicial o sucesivamente, por los socios y accionistas.
El
capital social está representado por un número determinado de acciones en el caso de las sociedades
anónimas o de participaciones en el
caso de las sociedades de responsabilidad limitada, que representan una parte
alícuota de la propiedad de la empresa.
Es
obligatoria la consignación de la cifra de capital en las escrituras de
constitución y en los estatutos sociales, con expresión, en su caso de la parte
que se encuentra o no desembolsada, y de la forma y plazo en que habrán de
satisfacerse los dividendos pasivos. Igualmente habrá de designarse el número
de acciones o participaciones en que se encuentra dividido, su valor nominal,
clase y serie, con expresión de los derechos a ellas atribuidos.
Legalmente
se establecen unos mínimos de capital social que se cifran en 60.000 euros para
las sociedades anónimas y 3.000 euros para las sociedades de responsabilidad
limitada.
Dado
que la cifra de capital social no tiene
una correlación directa con el patrimonio de la sociedad, pues éste puede
ser superior o inferior según los resultados de las operaciones sociales, la Ley
de Sociedades de Capital regula ciertas medidas tendentes a asegurar en lo posible,
la máxima equivalencia para evitar unos desniveles entre ambos parámetros, que
puedan llevar a la descapitalización de la sociedad, y como garantía de
protección frente a socios y acreedores. Entre ellas pueden citarse:
· Suscripción íntegra del capital al momento
de la constitución de la sociedad.
· Desembolso íntegro del nominal en las
sociedades de responsabilidad limitada, y de al menos, un veinticinco por
ciento en las sociedades anónimas.
· Imposibilidad de creación de acciones que no
respondan a una efectiva aportación social.
· Prohibición de acciones que sólo impliquen
aportación de industria o servicios.
· Vigilancia y control de las aportaciones no
dinerarias con la necesidad de elaboración de un informe por peritos
independientes nombrados por el Registro Mercantil.
· Régimen estricto en cuanto a las acciones en
cartera.
· Imposibilidad de reparto de dividendos
cuando éstos no supongan auténticos beneficios sociales o sean a cargo de
reservas libres.
· Especiales requisitos y garantías para el
aumento y disminución del capital.
· Obligación de reducción del capital por
pérdidas.
· Fuerte régimen de control y verificación de
las cuentas anuales y sometimiento a auditoría externa, etc.
Desde
el punto de vista contable, el capital
social figura en el pasivo del balance como cifra de retención, y tiene el
carácter de no exigible, forma parte de los recursos propios de la empresa,
siendo la parte de esos recursos propios no generados en el interior de la
empresa por su carácter de externalidad, pues son aportados por un elemento externo:
los accionistas.